Todavía me acuerdo de ese verano. Mi soledad y tu soledad se acostaban juntas, jugaban a pegar trozos, maderas del galeón hundido. Nos besábamos con verdadero dolor, con la piel en el presente y la cabeza en el pasado, recordando fechas, olvidando promesas y nos sumergíamos en la noche de las piernas sorteando el miedo como en una carrera de obstáculos contra los monstruos del desaliento. El sudor era una tregua entre cien años de guerra, nos queríamos morir, tan bonitos y tan tristes, como un juguete nuevo en una fábrica abandonada. Yo tenía 15 y tú 17. No, no eran nuestros años, sino nuestros fracasos, esos episodios que te definen mejor que cualquier costumbre familiar. "¡Venga, despierta!" me decías y yo te miraba en espiral, porque te amaba pero quería salir corriendo. Mis dedos no sabían ya pronunciar una caricia sin que surgiera un nuevo temor desde las yemas. Incapaz de mirar a las decepciones a la cara volvía de lleno a tu centro, a derramarme, a licuarme, a llenarte de blanco la oscuridad, a dejarte pringada la soledad, a cubrirte con los chorros de mi angustia. Metías los dedos bajo la tristeza y los sacabas mojados de promesas rotas: mi corazón una maquina de hielo. Así pasó el tiempo, como un tren de sólo dos pasajeros camino hacia la desilusión. Luego nos dimos cuenta de todo, de que ese verano en realidad fuiste mío, de que mi vida estaba a tu nombre, pero como suele pasar, nos dimos cuenta tarde.
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