El sudor era una tregua entre cien años de guerra,
nos queríamos morir, tan bonitos y tan tristes
como un juguete nuevo en una fábrica abandonada.
Yo tenía 15 y tu 17. No, no eran nuestros años
sino nuestros fracasos
esos episodios que te definen mejor
que cualquier costumbre familiar.
“¡Venga, despierta!” me decías
y yo te miraba en espiral
porque te amaba pero quería salir corriendo.
Mis dedos no sabían ya pronunciar una caricia
sin que surgiera un nuevo temor desde las yemas.
Incapaz de mirar a las decepciones a la cara
...
Luego nos dimos cuenta de todo,
de que ese verano en realidad fuiste mía
de que mi vida estaba a tu nombre
pero como suele pasar
nos dimos cuenta tarde.
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